La moralidad de la sangre

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Por José Ignacio Mogrovejo Palomo

Hace poco asistí a una clínica limeña en una zona bastante tranquila para donar sangre, puesto a que un familiar mío acababa de recibir unidades de transfusión y estas debían ser repuestas. Cuando me presenté al banco de sangre, un joven doctor me hizo una serie de preguntas sobre si tuve COVID, tatuajes, operaciones, viajes, y si había tenido relaciones sexuales en el último año. Contesté que sí, y luego de un rato, se me informó que había evaluado mi perfil y me calificó como donante “de riesgo”, y por tanto debía esperar un año completo, probablemente en abstinencia como mensaje implícito, para donar. El incidente hubiera quedado ahí de no haber sido que por motivo del procedimiento de alguien de mi familia esa sangre debía ser repuesta, y eso me llevó a pensar sobre los criterios contemporáneos para calificar a una persona como donante apto y si esto, como en muchos casos, tenía una dimensión global a la luz de la pandemia.

La imagen que acompaña este breve texto no es casual, puesto a que la última vez que se vivió con gran temor la posibilidad de que la sangre sirva como vehículo de una enfermedad terrible fue durante la epidemia de sida de los años 80. Como lo ha señalado Marcos Cueto, las primeras aproximaciones científicas en los Estados Unidos establecieron un vínculo directo entre grupos sociales específicos para generar una dinámica de oposición entre “grupos de riesgo” (homosexuales, hemofílicos, trabajadoras sexuales y haitianos) con “víctimas inocentes” de la enfermedad, entre los cuales se hallaban pacientes de hospitales que habían recibido sangre contaminada del virus. Por su parte, las primeras investigaciones del sida en Perú por Raúl Patrucco, luego del descubrimiento de las pruebas ELISA y la de Western Blot para identificar anticuerpos en la sangre, permitieron reconocer la existencia de la enfermedad en 1983 y, junto con una mayor campaña contra la infundada discriminación contra los homosexuales, permitió brindar recomendaciones generales más precisas en cuanto a la prevención (Cueto, 2001, pp. 24-25; 38-39). Sin embargo, pese a estos avances, depender del estudio de la sangre resultó poco práctico por sus altos costos para la comunidad médica local, por lo que la intervención del Navy Medical Research Institute Detachment de los Estados Unidos en 1985 contribuyó en revelar problemáticas alarmantes para el Perú. Por un lado, las deficiencias en la administración de la donación de sangre contuvieron un enorme riesgo de transmitir sangre contaminada a pacientes sanos, y por otro lado, que las explicaciones peruanas sobre los “grupos de riesgo” por conducta sexual eran insuficientes para explicar su rol en la transmisión del virus, más allá de un marcado prejuicio (ibídem, pp. 63-66).

Aunque posteriormente el sistema y la vigilancia de los programas de donación y transfusión de sangre mejoraron en los 90s (de cuya etapa pertenece el cartel mencionado), pocos años antes la sangre siguió fue un ente diferenciador de los “grupos de riesgo”, como fue el caso de los reclusos del penal de Lurigancho contagiados de sida, y conforme se tomó una aproximación más publicitaria de prevención nacional, y generó la prohibición del uso de sangre comercializada, para más bien optar por sangre procedente de familiares y conocidos (Lan, 2021 , pp. 33-34). Quizás, aunque estirando un poco la explicación asociada a la clasificación de la sangre por anticuerpos y antígenos, históricamente la sangre se agrupó bajo categorías de observación que permitieron hacerla visible y manipularla. Especialmente en la década de 1930, tanto en Alemania como en Gran Bretaña, gracias a las etiquetas y directivas médicas, la red donante-botella-paciente se formó sobre una base de papel, el cuál siendo barato y fácil de movilizar, expandió la escala de la circulación sanguínea hacia un objeto móvil de ciencia, como lo ha explicado la historiadora Jenny Bangham (2020, pp. 9-11). Aunque esto obedece a valores de laboratorio, codificados en proteínas que habitan el sistema inmune, ahora la interpretación de la sangre puede no requerir el ojo atento bajo el microscopio de un especialista, pero si sus capacidades interpretativas, circunspectas por un cuestionario, de qué sangre resulta “riesgosa” y cual no.

Con esto no quiero en lo absoluto desestimar que existe un peligro real que enfermedades de diverso tipo puedan transmitirse en personas sanas al contaminar los depósitos de los bancos de sangre, las cuales obligan a que se tomen precauciones muy serias y concretas para salvar vidas. Sin embargo, no sé hasta que punto las medidas de identificación de candidatos idóneos de donantes tomen en cuenta que, aun si existe un riesgo real para los pacientes, sus criterios estipulados en sus cuestionarios sean adecuados a las circunstancias contemporáneas en un mundo (casi) post-Covid 19 para todos. Por ejemplo, parece ser que, durante la pandemia, la principal comunidad afectada en temas de donación de sangre fue la LGTBQ, dado que, como lo reportó hace poco el Dr. Robert Shmerling ante la declaratoria de la Cruz Roja de una “crisis de sangre” estadounidense, la FDA ha restringido la donación de sangre a los hombres homosexuales salvo que se abstengan de tener relaciones por tres meses, cuando existen avances sumamente sofisticados para detectar infecciones transmisibles, a lo que se suma un prejuicio muchas veces silencioso.[1]  

Viéndolo desde ese punto, que me hayan rechazado la donación de sangre calza dentro de una percepción generalmente “positiva” por quienes son heterosexuales, y por el otro lado, es quizás contraria a una realidad de la cual aún sabemos poco y no sea en lo absoluto similar. Como resultado de mi impericia para navegar entre normas burocráticas, solo he alcanzado a identificar en la “Guia técnica para la selección del donante de sangre humana y hemocomponentes” del 2018, en el punto 6.4 una serie de preguntas que buscan detectar lo que es una “conducta de riesgo” según la actividad sexual, y en mi opinión debería ser mucho más refinado que solo descartar a un candidato si es que no ha sido abstemio por un año.[2] Finalmente, cada médico está capacitado de emitir su valoración de la situación según mejor lo juzgue, ya que para eso ha sido entrenado, pero dados los problemas asociados con la salud mental y sexual de la gente por la pandemia, y su importancia potencial en las políticas públicas de un desempeño responsable de la salud personal (Masoudi et al. 2022), quizás sea positivo apostar por una mejoría en la forma en que se valora la sangre para beneficio de todos.  

Bibliografía.

Marcos Cueto. Culpa y coraje: Historia de las políticas sobre el VIH/Sida en el Perú. Lima: CIES-UPCH, 2001.

Jenny Bangham. Blood Relations: Transfusion and the Making of Human Genetics. Chicago: The University of Chicago Press, 2020.

Juan Lan. Sida y temor. Prensa escrita y discurso médico en Lima ante una epidemia. Lima: PUCP,2021. (eBook)

Mojgan Masoudi et al. “Effects of the COVID-19 pandemic on sexual functioning and activity: a systematic review and meta-analysis”, BMC Public Health 22, no. 189 (2022).   


[1] https://www.health.harvard.edu/blog/blood-donations-are-down-so-why-restrict-blood-donors-by-sexual-orientation-202204252733; https://cdn.ymaws.com/www.psichi.org/resource/resmgr/journal_2021/26_4_Gobrial.pdf

[2]https://docs.bvsalud.org/biblioref/2020/04/1087777/rm_241-2018-modificatoria-rm_129-2020-minsa.pdf

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