Por Luis Leyva (PUCP / UNQ)

Hoy en día, resulta difícil pensar en la palabra “tolerancia” como un rasgo distintivo de la sociedad peruana, caracterizada en los últimos años por discursos cada vez más polarizados y, en ocasiones, hasta violentos. Para Guillermo Nugent, esta situación no es solamente reciente, sino que es consecuencia de la permanencia de una cultura política basada en el “orden tutelar”. Así, esta publicación -compuesta por un conjunto de ensayos publicados por primera vez en 2010- busca analizar los problemas del mantenimiento de este “orden tutelar” basado en la influencia de los militares y la Iglesia católica en la vida pública del país y, frente a ello, proponer una solución: la tolerancia y secularización de la esfera pública para formar ciudadanos autónomos.
El libro parte de una constatación inicial: la influencia de la Iglesia católica en temas de políticas públicas en materia de sexualidad. Nugent esboza una respuesta apelando a razones estructurales que van más allá de la trillada etiqueta de la “herencia colonial”: la independencia de las nacientes repúblicas implicó la búsqueda de un tipo de autoridad que evitase la disgregación de los sujetos políticos -antes vasallos, ahora ciudadanos-, pero que, al mismo tiempo, permitiese mantener un orden y evitar la anarquía. Este diagnóstico resultó en una solución continuista: los recientes ciudadanos no estaban preparados para asumir la responsabilidad de conducir un país, por lo que la tarea debía estar a cargo de instituciones que estuviesen por encima de ellos, tales como los militares y la Iglesia. De este modo se explicaría la relevancia del caudillismo inicial y la preminencia del orden jerárquico militar y eclesiástico en las primeras décadas de las nacientes repúblicas. Esta solución, por otra parte, generaba una doble situación en los sujetos de a pie: se les quitaba toda responsabilidad del destino del país, pero, al mismo tiempo, perdían toda autonomía en tanto se delegaba toda autoridad a instituciones que están más allá de ellos (p. 178). La consecuencia de ello es, para el autor, una cultura política que no permite abrir determinados temas a discusión debido a que su resolución es patrimonio exclusivo de las instituciones anteriormente referidas, las cuales suelen orientarse hacia el conservadurismo y el mantenimiento de lo ya establecido.
A pesar de este diagnóstico, señala Nugent que los procesos de modernización ocurridos a lo largo del siglo XX, tales como la aparición de medios de comunicación masiva, la difusión de la cultura popular y las conquistas en derechos políticos y civiles de las mujeres generó algunas grietas por las cuales el orden establecido permitía -a veces a regañadientes- la discusión de políticas públicas anteriormente consideradas como fijas. Temas como el derecho al divorcio o el uso del condón fueron en su momento discusiones polémicas que, sin embargo, gracias a la posibilidad de discutir y denunciar en la esfera pública sus implicancias y limitaciones, permitió criticar el status quo. Sin embargo, a pesar de ello, todavía ciertos temas siguen siendo polémicos, principalmente aquellos de materia sexual, como el aborto. Entre los principales opositores a este tipo de cambios era la Iglesia católica, quienes se resguardaban en sus dogmas y principios morales para mantenerlos como política pública, descalificando cualquier desviación como opiniones “ideologizadas”. El problema, para Nugent, es justamente ese: la tolerancia que propone no implica eliminar las religiones sino evitar que los dogmas de fe se vuelvan políticas públicas sin posibilidad de discusión. Por ejemplo, uno puede tener una opinión propia acerca del uso del condón al momento de mantener relaciones sexuales, pero no se puede negar su distribución gratuita en centros de salid como política de salud frente a la propagación de enfermedades de transmisión sexual como el VIH.
La tolerancia propone Nugent abarca también el reconocimiento de un auditorio donde todas las opiniones sean escuchadas y se lleguen a consensos basados en una discusión a partir de argumentos racionales, siempre dispuestos a ser evaluados y matizados, mas no imponer una determinada decisión aduciendo razones de jerarquía o dogmas de fe. A pesar de ser un país laico, las prerrogativas particulares que tiene la Iglesia católica en el Perú y su influencia en políticas públicas ponen en peligro tanto el desarrollo de políticas públicas como la formación de ciudadanos autónomos que asuman su responsabilidad vinculándose con la política a partir de la discusión abierta y sin temores de determinados temas que son, a fin de cuentas, políticas públicas que repercuten en ellos. El autor no se detiene en criticar lo que él denomina “factura moral”, es decir, “esa lógica que promueve la solidaridad selectiva -en ciertos temas y no en otros- a cambio de ciertos privilegios políticos” (p. 157). Para Nugent, no existe una Iglesia “progresista en unos temas y conservador en otros”, sino solo alianzas estratégicas en las que su postura sobre ciertas políticas públicas en materia de sexualidad son indiscutibles, y en donde, ante una escena pública con opiniones fragmentadas y no plural “la tolerancia deja de ser considerada como la principal virtud moral en una democracia y se la reemplaza por el perdón y la reconciliación”, en donde “la solución a una dificultad o problema está en el perdón a cambio de dejar de pensar” (p. 158). Para lograr esta tolerancia, continua Nugent, no solo debe atenderse a un único criterio válido de conocimiento, sino también atender a los saberes locales que, desde sus necesidades particulares, puedan contribuir a solucionar problemáticas globales. Ello debido a que la imposición de este criterio -el título universitario- como único válido para entrar en la discusión termina perpetuando las desigualdades existentes entre ciudadanos, quienes quedarían divididos entre quienes pueden hablar y los que no. Nuevamente, la imposición de jerarquías, de delegación -a regañadientes- de la toma de decisiones impide la formación de ciudadanos autónomos y responsables: se vuelve al “orden tutelar”.
Esta situación de diferenciación entre quienes tienen poder de decisión y los que no está también relacionada con la posibilidad de acceso a la esfera pública a través de la capacidad de leer (informarse) y escribir (proponer). La historia reciente del país es testigo de cómo algunos políticos consideran a determinados ciudadanos -usualmente apelando a rasgos fenotípicos- como “ciudadanos de segunda clase”, buscando restringir sus derechos, tales como el derecho al voto, apelando, por un lado, a una supuesta “minoría de edad” e “ignorancia” de estos, y, por otra parte, el “buen criterio” de quienes enuncian estos discursos para imponer determinadas decisiones. A pesar de los obstáculos mencionados, Nugent es optimista con respecto a la posibilidad del acceso de otras opiniones a la esfera pública, quizás no tanto a través de propuestas formales escritas sino por medio del humor, la sátira, la cultura popular, todo ello gracias a la ampliación de los medios de comunicación masiva. Sin embargo, también es cierto que el uso de estos medios de comunicación masivos puede ser también usado para reproducir discursos excluyentes, de odio o de deslegitimación de determinadas causas; precisamente, el hecho de que estos discursos alcance a una mayor cantidad de población puede generar mayor dependencia a determinados “líderes” políticos y religiosos que inviten a los ciudadanos a dejar de lado su responsabilidad y deleguen las decisiones importantes a quienes “están autorizados”, quienes “realmente saben”. Este es el caso, por ejemplo, de los fundamentalismos religiosos, que, entre sus principales medidas, suele restringir la libertad de opinión con la subsecuente restricción de otros derechos. ¿El resultado? Otra vez, el orden tutelar.
Casi dos décadas después de la publicación original de estos ensayos, El orden tutelar. Sobre las formas de autoridad en América Latina se mantiene vigente como una invitación a discutir esta cuestión de larga data en nuestra historia republicana en tanto todavía no se ha desarrollado una cultura pública (radicalmente) laica que abogue por una discusión abierta de políticas públicas sin apelar a dogmas de fe o prejuicios asociados a factores fenotípicos disfrazados de criterios “meritocráticos” como “la Educación” en abstracto. ¿Qué hacer en un contexto de cada vez mayor polarización de discursos que niegan la participación política de ciertos ciudadanos buscan imponer decisiones ajenas a cualquier discusión pública y abierta? La insistente propuesta de Nugent por un espacio público caracterizado por la tolerancia como base para la formación de ciudadanos autónomos y responsables sigue en pie.
