Por Luis Leyva (PUCP / UNQ)

Desde hace poco más de una década, en el Perú comienza a escucharse hablar cada vez más de republicanismo. Podríamos resumir muy brevemente que esta tradición política basada en el autogobierno, que podría remontarse a los romanos, pero cuya experiencia más directa la tenemos en los primeros años de las repúblicas independientes latinoamericanas, que buscaba poner en el centro de la discusión al ciudadano en el espacio público y pensar la libertad no solo como no-interferencia sino también como no-dominación. En la última década, recientes publicaciones (y reediciones) de libros importantes sobre el tema han hecho eco de un punto crucial: la “promesa republicana” que los Padres fundadores de la independencia visionaron para las nacientes entidades latinoamericanas no llegaron a cumplirse debido a la corrupción, al caudillismo y al interés personal. En ese sentido fue que Alberto Vergara tituló, ya hace diez años, una compilación de artículos en la que examinaba la realidad nacional, como Ciudadanos sin república, cuya tesis era la siguiente: “el país estaba definido por la distancia que media entre el éxito del proyecto neoliberal y el fracaso del proyecto republicano” (2018: p. 13). Una década después, en formato ensayo, Vergara viene a asentar sus reflexiones en Repúblicas defraudadas.
El libro inicia fuerte: a diferencia de lo que se suele decir -señala Vergara-, el problema de América Latina no es que sea un país “subdesarrollado” o que está “en vías de desarrollo”, sino que está en un camino alterno, “estancado”, y, citando una de sus frases favoritas de William Blake, recita: “No esperes sino veneno de aguas estancadas”. Ello es justamente lo que diagnostica a lo largo del libro a través de una prosa ágil, llana, cargada de imágenes y referencias populares. No faltan referencias a Bob Dylan, Caetano Veloso o Rubén Blades; escenas de películas como Roma o La historia oficial; versos de Vallejo, fragmentos de Rulfo, Caparrós, Guerriero; anécdotas familiares o testimonios cargados de sentimentalismo. Estas permiten al lector no solo distenderse en momentos específicos de la lectura, sino también acercarse al lado humano de la discusión principal que encierra el libro: acortar las brechas de desigualdad -entendiendo estas no solo como económicas, sino también sociales, raciales y culturales-, pues, sostiene Vergara, solo cuando un individuo reconoce al otro como un igual, aun a pesar de sus diferencias, es cuando se construye comunidad, y esa es la base de la república.
El libro contiene un primer capítulo en el que, sin pretender ser un tratado de republicanismo, expone algunas de las ideas base sobre esta tradición política y el porqué de su difícil aplicación en América Latina. Vergara sugiere que el republicanismo sigue latente en los ciudadanos latinoamericanos, puesto que sienten cuando un orden de cosas no es justo y salen a protestar contra ello; al mismo tiempo, tienen interiorizada la máxima de “para mis amigos, todo, para mis enemigos, la ley”. Ese malestar que diagnostica es contra las repúblicas a medias, que, sin embargo, no tienen como manifestantes a una ciudadanía que busca recuperar valores republicanos, sino que pareciera más bien buscar cambiar el orden inmediato, buscando algo distinto, sin que ello necesariamente sea mejor. Ese hastío es lo que ha venido provocando que, más allá del fortalecimiento de las instituciones y el Estado de derecho, seamos espectadores de la polarización de fuerzas ideológicas y destrucción de las pocas bases sobre las que descansaban algunas garantías mínimas de nuestra ciudadanía.
Sin embargo, Vergara va más allá del diagnóstico coyuntural. Para él, la república no puede iniciar sin pensar en el sujeto que participa activamente en ella: el ciudadano, el cual debe ser un agente pleno que tenga injerencia en el espacio público, tanto de manera individual como inserto en redes colectivas. Esa, me parece, es una idea central del libro: más que pensar en el binomio individualismo-colectivismo (y en otros binomios, señala el autor) que opone ventajas y desventajas entre una y otra opción, debemos encontrar ese punto -no necesariamente un “centro” sin más- en el que ambas perspectivas no se opongan, sino que logren sacar el máximo provecho de ambas instancias. Este ciudadano activo, sin embargo, existe abstraído de su contexto inmediato, sino que está inmerso en distintas redes donde tiene que interactuar (familia, amigos, trabajo). El problema viene, prosigue Vergara, cuando estas redes y los espacios donde se desenvuelve está limitado por lo que él denomina “pisos y techos pegajosos”, es decir, una muy limitada movilidad social, tanto para salir de la pobreza como para no salir de la riqueza. A través de una serie de gráficos e indicadores económicos, pero también de un ejercicio de geografía política de algunas ciudades latinoamericanas, llega a concluir que no es solo el status económico lo que define quién es “verdaderamente ciudadano”, sino también el color de piel (“la pigmentocracia”) y la relación de las personas con los espacios y servicios públicos.
Este punto es el que analiza Vergara en su último capítulo, en el cual analiza de qué manera los Estados latinoamericanos han fracasado al aplicar imparcialmente la ley en una sociedad desigual que, gracias al clientelismo, han ahondado estas brechas. Para el autor, el problema viene de lo que él denomina “capitalismo incompetente”: uno que no busca competir a través del amaño de contratos, e incapaz porque no llega a generar progreso y empleo para todos los ciudadanos. En esa situación, ¿para quién trabaja ese capitalismo en América Latina? Sin ambiciones de ser propuestas económicas específicas, Vergara insiste en que el Estado debe inmiscuirse para regular este “mercado fallado” que algunos políticos no han querido darse cuenta o han volteado la cabeza para no verlo. En ese intento de imparcialidad de la ley en una sociedad altamente desigual, continúa Vergara, ámbitos como la seguridad, la educación o la salud (recordemos todo lo acontecido con la pandemia del Covid-19) refuerza la idea clave que cierra el capítulo y, en sí, engloba la tesis del libro: “Necesitamos un Estado parcializado con la imparcialidad de la ley” (2023: 227 p.).
